Una cereza en la vagina.
Te observo, sentado mirando con interés mi juego, piensas que busco seducirte, pero hace años que estás en mis dominios, se que lo sabes, pero no lo aceptas…
¿A que le temes?
Saco y meto la cereza a voluntad, se embebe de mis jugos.
¿Qué piensas?
Mirando la cereza pierdes toda conciencia, te entregas por completo a ese húmedo color que nos alimenta; rojo, pasión, desenfreno, lujuria…
El único sonido en la habitación es el del aire entrando y saliendo de ti, el sudor perla tu frente y tus uñas se entierran el sillón, buscas un indicio, esperas una orden, son las reglas… casi siempre las sigues.
¿Qué vas a hacerme cuando te lo permita? ¿Qué me vas a hacer a mí? ¿Qué le vas a hacer a la cereza?
¡Se me escapa!
La cereza se hunde demasiado dentro y en esta posición, recostada, bocarriba, no puedo sacarla, no me apuro, no hay tiempo que nos abrume, no hay obligación que nos distraiga, en esta habitación, el objetivo más poderoso es conseguir placer. Me levanto y me siento a horcajadas, tus ojos en mis pechos, en mis ojos, en mis labios, me escuchas pujar y ves los músculos de mi vientre contraerse, no la apuro, me recreo en esa mirada tuya que me escruta completita, que me disfruta reconociendo en cada poro tu terreno, tras algo de esfuerzo la cereza cae con propio peso sobre el edredón; miras mis muslos abiertos chorreando; tu pene tiene un par de espasmos que te obligan a llevar la cabeza hacia atrás que como un chicotazo devuelve tu atención a mí.
Me inclino y busco la cereza con la boca, me miras, la sostengo con los
dientes, bajo de la cama y con las manos en la espalda, camino hacia ti, me inclino y estirando los labios, sumisamente, te ofrezco la cereza.
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